Luis Miguel Aragón
Dos de la tarde, en el cruce vial de Abasolo y Colosio. Un clima agradable para ser abril, un sol apacible permite permanecer en la calle y que sus rayos no duelan, el viento fresco completa la escena.
En el semáforo brota la luz roja, es momento para que Geovanni cargue sus tres tambores y los instale frente a las dos filas de autos. De la bolsa trasera del short azul marino saca dos baquetas de madera hechas por él y conforme impacta los cueros de res, emerge un sonido de origen africano. Aparece en escena María Fernanda, compañera de vida y de “talacha” de Luis Geovanni, que, al ritmo de la batería, con sus manos hace girar sus Poi (los poi son dos pelotas con un listón que se utilizan para hacer malabares). Fernanda pisa el asfalto vestida con visera blanca, un top negro, falda recta de colores y sus tenis de tela blanca y lineas rosas. Con singular sonrisa en su cara, mueve sus pies y caderas al ritmo que marca la música.
Tienen un minuto para desarrollar el acto y lanzarse por la remuneración de algunos espectadores, mientras Geovanni retira las percusiones, Fernanda se apresura a recoger el fruto de su arte callejero.
Geovanni es moreno y usa cabello rasta, usa piercing nasal, no se quita los lentes tipo Lennon, viste camisa azul tipo seda. Dice que nació en el Estado de México, y su hermano fue quién le invitó a viajar de mochilazo por el país, hace pausa, mueve la cabeza de arriba abajo y comparte que se metió en un problema y se tuvo que “abrir del barrio”. Hace un análisis y acepta que, si se hubiera quedado, estaría perdido en las drogas, “pues me encanta el exceso”, remata.
Geovanni se suelta y comparte, “la música la aprendí viajando, mi hermano tenía un tamborcito, un yembé, y con ese empecé hacer ruido, ya en el viaje, acá por Ensenada, conocí a unos camaradas que me dijeron: hazte un tambor, y así empezamos con los ritmos tradicionales de África”. precisa que cada ritmo tiene un significado, “son ritmos para casarse, para la circuncisión o para la siembra”, asegura el trotamundos.
A Geovanni le resalta su septum nasal, intervenido con mineral marroquí y un collar de piedras italianas. En una postura muy cómoda el tamborilero presume: “me gusta esta vida, no tengo presiones, no tengo un jefe, me llena la música, sentir y transmitir el ritmo”.
“No pienso vivir toda la vida trabajando en un semáforo, tengo sueños y planes, pero por el momento somos felices”. Levanta sus tambores y se lanza al escenario para seguir con la jornada y cumplir sus sueños.
Fernanda permanece, toma la palabra y comparte que nació en la Ciudad de México, pero desde muy pequeña llegó a vivir a La Paz, hasta el año 2011 que decidió andar de pata de perro por el país.
A Fernanda le resalta un septum nasal hindú, en la oreja izquierda un expansor de jade y en la derecha un arete al que llama Solitario, hecho por ella, de plumas australianas de ñandú con tarabú.
Su voz proyecta agusticidad cuando dice que hay personas buenas y malas y es depende de quién vengan las vibras, las reciben, sin hacer pausa, platica que viven de las bendiciones de la gente, “pues con lo que nos dan, comemos, vestimos y pagamos renta”, hace una pequeña pausa para enfatizar que no consumen drogas.
Con el sonido de los tambores de fondo, ella asegura que empiezan a trabajar a las 7 de la mañana, que hoy tienen que pagar renta y abonar a una cundina, por tanto, le van a dar bien y bonito.
Fernada comparte que “una comida chingona es el mole, y si lo hacen las tias de él”, señalando a Geovanni, para ellos es mejor.
Antes de que se acabe el monólogo quiere hablar de su familia, su mamá se casó con un americano y se fueron a vivir al otro lado. Su hermana vive en Ensenada, pero acentúa que todos los días se hablan por celular.
Le pregunto si han pensado en tener hijos, hace una pausa, respira y contesta que sí, alargando la vocal, se pone nerviosa, voltea a ver a Geovanni y retoma su respuesta, “si lo hemos pensado, pero necesitamos mayor estabilidad, por lo pronto queremos viajar y después ya establecidos pensaremos en tener familia”.
Sin embargo, sonríe, y señala a su costado izquierdo, a una perrita de color negro y blanco, que pareciera le acaban de pasar una secadora por todo el cuerpo, “tengo a mi perrhija, se llama Kora, es el nombre de un arpa africana”, dice que la adoptaron, describe que estaba en una cajita infestada de pulgas y garrapatas. “La vacunamos, la bañamos y desde hace un año viaja con nosotros”.
“En un futuro -dice Fernanda-, me veo en un ranchito autosustentable, con cultivos, en la utopía ¿sabes?”
Culmina su relato con la mirada clavada en un punto supuesto, “me hubiera gustado terminar de estudiar, pero no cambiaría nada de mi vida, soy muy feliz viviendo así”.
La luz del semáforo cambia a roja, ella camina al escenario, se detiene, voltea y expresa: “Si tuviera la oportunidad de poner un espectacular en esta esquina diría –suelta el celular tan solo dos minutos y utiliza tus sentidos para ver lo hermoso que es la vida–”.
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